De la
Calle Real a la Carrera
Séptima
En una época la entrada principal a Santa Fe de Bogotá estaba en el puente de San Francisco, donde la ciudad tenía como límite natural el río del mismo nombre. Una vez se cruzaba el puente, comenzaba la Calle Real, que era desde entonces lugar de comercio, residencia y espina dorsal de la estructura urbanística de la ciudad.
Hasta finales
del siglo XIX se construía sobre el puente un Arco del Triunfo que, a
manera de escenografía, señalaba el lugar para la entrega de llaves de
la ciudad en la entrada triunfal de virreyes, libertadores y visitantes
ilustres.
Rodeada de
monumentos y símbolos de poder, la Calle Real (actual carrera séptima entre calles 11 y 16) ha tenido
históricamente una connotación escenográfica: es lugar esencial para la
representación de Bogotá, escenario de solemnes ceremonias civiles y religiosas,
expresiones de sus ciudadanos y, especialmente, testigo de los más importantes
acontecimientos que han transformado tanto su fisonomía, como la realidad
política, social y cultural de la ciudad y del país.
Vista de la Calle Real desde la calle 14. Al fondo, la iglesia de San
Francisco. 1949
Otro aspecto, es que
la Calle Real ya se encontraba ampliada desde la Plaza de Bolívar hasta la calle 12
donde se acababa de demoler el Claustro y la Iglesia de Santo Domingo, lo que
permitió ampliar ese tramo. A pesar de la vergüenza de la élite por su pasado
colonial y de su tendencia a ver Paris como modelo de ciudad con el cual
identificarse, no había logrado borrar de su vista las huellas de esa oscura
fase de su pasado: la austera arquitectura de una pequeña y nada elegante ciudad
colonial.
Calle Real en el edificio Murillo
Toro, a la altura de la calle 13. 1956
Por ello se
comprende el entusiasmo de urbanistas
de la época que, como Carlos Martínez, entendía la Bogotá colonial como ciudad de tierra y la
contrastaba con ciudades de mármol como Atenas, de piedra como París y de acero
como Nueva York. Y no lo hacía para establecer una diferencia histórica y
cultural, sino para resaltar que esas ciudades serían costosísimas de demoler,
dada la dureza de sus materiales, y que en cambio, Bogotá, por ser de tierra, tendría la gran ventaja de
ser demolida a muy bajo costo. Por ello “esta consideración no debería limitar
nuestro entusiasmo cuando iniciemos su arrasamiento y demolición definitiva”
(Proa 2, 1946)
El segundo punto la compara con un monstruo, pues no fue planificada, sino que resultó. El tercero y el cuarto
reafirman los anteriores aduciendo que según lo planteado por el admirado
maestro Le Corbusier en su Plan para Bogotá, el centro de la ciudad es lo primero que hay que demoler, para
finalizar afirmando que el mal genio de los bogotanos se debe a que viven en una
ciudad colonial de callecitas angostas.
Obviamente, al poner
estos "manifiestos" en perspectiva, aparecen absurdos y escritos por fanáticos
del arrasamiento de las ciudades como fórmula –bien moderna, por cierto- para
romper con el pasado. Pero nos dicen mucho de la insistencia oficial por
erradicar -con soluciones cortoplacistas- del espacio público de la ciudad, y
sobretodo de la
Séptima , todo aquello que atente contra su imagen de orden y
progreso.
Vista de la moderna Calle Real desde la calle 13,
1966
Una vez la Calle
Real es ampliada, sus casas coloniales demolidas, y los modernos edificios
construidos, se instaura la producción de un espacio racional como exhibición de
poder y conocimiento, de la pureza y la racionalidad de lo moderno, del progreso
de una ciudad que por fin parece salir del estancamiento. Es la producción y
fetichización del espacio en el sentido en que lo plantea Henri Lefebvre
(1).
Además del aspecto
físico en este avance de la ciudad,
hay que pensar en hacerlo sostenible a través de la regulación que, por
supuesto, tratará de mantenerlo limpio de toda actividad que atente contra su
aspecto y la libre circulación de los ciudadanos.
“Me dormí profundamente, pero el sobresalto me despertó… Acababa de
transitar por un antro de repulsiva suciedad… Semejaba ser la guarida de
espantables brujas… Era un ambiente pleno de estrépito, de suciedad, de
pestilencia y de inmundo desorden… Seres haraposos portando en la cabeza
desgraciados atados se confundían aquí y allá con fardos hediondos, con trozos
de carnes sanguinolentas y putrefactas… Yo era empujada hacia un lugar colmado de detritus en descomposición,
resbaladizos y repugnantes… mi situación era difícil… Me había colocado en
posición tal que no podía escapar. Sin embargo debía lograr un propósito:
obtener mi mercado; pero, ¿cómo?” (2)
Seguramente la
ilustre visitante consiguió sus alimentos en otro lugar de la ciudad. Para
aquella época la administración municipal enfrentaba un problema que no
solucionó del todo cuando decidió en el siglo XIX transformar los mercados de la
Plaza Mayor y la Plaza de las Yerbas en las plazas de Bolívar y Santander, y
reubicar en cercanas e improvisadas instalaciones a los vendedores de
mercado.
Fotografía en “Bogotá puede ser una ciudad moderna” Proa. 1946
En junio de
1956 el joven arquitecto Dicken Castro decide realizar un recorrido (3) por la séptima desde la Avenida Jiménez
hacia el norte, pues entre las calles 11 y 14 se encuentran, por fin, trabajando
en la ampliación de esta vía. Este recorrido es el de una persona que encarna
esa mirada moderna, estética y ordenadora, que está estipulada en las
regulaciones que hoy en día tiene la ciudad para la altura de los edificios, la
contaminación visual y, obviamente, la explotación económica del espacio público
por parte de la economía informal:
Es interesante hacer un recorrido por la carrera séptima entre calles
16 y 26. Si se observa lo que por el bullicio pasa muchas veces desapercibido,
se encuentran escenas y aspectos urbanos desconcertantes. Claro que no se
pretende herir con lo que diga a entidades o personas que de una u otra manera
se sientan ligadas a estas fotografías. El propósito es contribuir al
embellecimiento y mejor presentación de esta ciudad tan lamentablemente olvidada
en su estética.
El anuncio de mal gusto se encuentra por doquier. Es algo confuso y
agobiante. La vida de los carteles es efímera. Grandes y complicadas estructuras
soportan avisos mayores que las edificaciones mismas. Entidades comerciales
aprovechan los avisos de la circulación para acreditar sus píldoras, jabones
pastillas ungüentos y pócimas, y casi siempre estos reclamos son de más
categoría gráfica que el aviso oficial. El resultado de tanto afán, de tanta
competencia, es un desazonado aspecto de caóticas y apabullantes formas. La vía
principal de esta ciudad que era antes un paseo agradable, se ha convertido a
ras de suelo en el más sórdido mercado, donde los pregones personales y los
altavoces exaltan baratijas, frutas y loterías o las cualidades de un
esferográfico, las del automóvil que se rifa, las del sahumerio, las de las
fritangas y el vocerío atolondra e indispone.
Es cierto que estos trastornos y tantos otros con los que a diario se
tropieza, se pueden remediar en pocos días.
Por supuesto,
en cuestión de días –o de horas- se pueden expulsar los pregoneros y las ventas
ambulantes. Pero esa solución, que históricamente se le ha dado al problema, no
funciona pues la constante y uniforme
acción reguladora de la administración es sistemáticamente burlada y
transformada por las tácticas (4) y los
ágiles dispositivos con que la economía informal ha respondido y resistido a
cada nuevo despliegue de la normatividad oficial.
Foto Dicken Castro. 1956
Igualmente,
con cada reubicación que se le ha dado desde el siglo XIX al comercio callejero,
las instituciones afirman haber solucionado de forma definitiva el problema.
Esta guerra por el espacio en el centro de Bogotá -y especialmente en la carrera
séptima- tiene su historia y seguramente continuará proyectándose hacia el
futuro en la medida en que se insista en recuperar el espacio para escenificar
los ideales de una ciudad que se
transforma y progresa como estrategia para ocultar algo que no cambia: las
relaciones de producción y los conflictos espaciales que genera la desigualdad
social.
Dado que la
carrera séptima es la calle más importante y significativa de la ciudad, se ha
consolidado como lugar para escenificar tensiones espaciales entre la economía
oficial y la economía informal que lucha por acceder a este lugar
privilegiado.
En este
contexto, la carrera séptima se constituye como representación de una modernidad
cosmética y fantasmagórica, como escenografía de los ideales de un progreso y un
cambio que nunca llegaron, como escenario de un enfrentamiento entre distintas
fuerzas económicas que chocan constantemente para espacializar sus estrategias
de intercambio y sus tácticas de exhibición.