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lunes, 18 de junio de 2012

HISTORIA DE LA CARRERA SEPTIMA DE BOGOTA

De la Calle Real a la Carrera Séptima






Arco del Triunfo en la Calle Real a la altura del puente sobre el rio de San Francisco. 1895



En una época la entrada principal a Santa Fe de Bogotá estaba en el puente de San Francisco, donde la ciudad tenía como límite natural el río del mismo nombre. Una vez se cruzaba el puente, comenzaba la Calle Real, que era desde entonces lugar de comercio, residencia y espina dorsal de la estructura urbanística de la ciudad.

Hasta finales del siglo XIX se construía sobre el puente un Arco del Triunfo que, a manera de escenografía, señalaba el lugar para la entrega de llaves de la ciudad en la entrada triunfal de virreyes, libertadores y visitantes ilustres.

Rodeada de monumentos y símbolos de poder, la Calle Real (actual carrera séptima entre calles 11 y 16) ha tenido históricamente una connotación escenográfica: es lugar esencial para la representación de Bogotá, escenario de solemnes ceremonias civiles y religiosas, expresiones de sus ciudadanos y, especialmente, testigo de los más importantes acontecimientos que han transformado tanto su fisonomía, como la realidad política, social y cultural de la ciudad y del país.





Vista de la Calle Real desde la calle 14. Al fondo, la iglesia de San Francisco. 1949


A mediados del siglo XX la Calle Real se transforma en la moderna carrera séptima, que comienza tímidamente a materializarse a partir de la década de los cuarenta y se acelera después de los episodios del 9 de abril de 1948. Aunque existe la idea de que todos los cambios que tuvo esta vía se habían dado por la destrucción ocasionada por los hechos del 9 de abril, lo cierto es que la mayor parte de los planes se habían diseñado con antelación. La ciudad era cada vez más densa, contaba con mayor número de automóviles y necesitaba que algunas del las calles del centro se ampliaran.


Otro aspecto, es que la Calle Real ya se encontraba ampliada desde la Plaza de Bolívar hasta la calle 12 donde se acababa de demoler el Claustro y la Iglesia de Santo Domingo, lo que permitió ampliar ese tramo. A pesar de la vergüenza de la élite por su pasado colonial y de su tendencia a ver Paris como modelo de ciudad con el cual identificarse, no había logrado borrar de su vista las huellas de esa oscura fase de su pasado: la austera arquitectura de una pequeña y nada elegante ciudad colonial.






Calle Real en el edificio Murillo Toro, a la altura de la calle 13. 1956




Por ello se comprende el entusiasmo de urbanistas de la época que, como Carlos Martínez, entendía la Bogotá colonial como ciudad de tierra y la contrastaba con ciudades de mármol como Atenas, de piedra como París y de acero como Nueva York. Y no lo hacía para establecer una diferencia histórica y cultural, sino para resaltar que esas ciudades serían costosísimas de demoler, dada la dureza de sus materiales, y que en cambio, Bogotá, por ser de tierra, tendría la gran ventaja de ser demolida a muy bajo costo. Por ello “esta consideración no debería limitar nuestro entusiasmo cuando iniciemos su arrasamiento y demolición definitiva” (Proa 2, 1946)


El segundo punto la compara con un monstruo, pues no fue planificada, sino que resultó. El tercero y el cuarto reafirman los anteriores aduciendo que según lo planteado por el admirado maestro Le Corbusier en su Plan para Bogotá, el centro de la ciudad es lo primero que hay que demoler, para finalizar afirmando que el mal genio de los bogotanos se debe a que viven en una ciudad colonial de callecitas angostas.


Obviamente, al poner estos "manifiestos" en perspectiva, aparecen absurdos y escritos por fanáticos del arrasamiento de las ciudades como fórmula –bien moderna, por cierto- para romper con el pasado. Pero nos dicen mucho de la insistencia oficial por erradicar -con soluciones cortoplacistas- del espacio público de la ciudad, y sobretodo de la Séptima, todo aquello que atente contra su imagen de orden y progreso.






Vista de la moderna Calle Real desde la calle 13, 1966





Una vez la Calle Real es ampliada, sus casas coloniales demolidas, y los modernos edificios construidos, se instaura la producción de un espacio racional como exhibición de poder y conocimiento, de la pureza y la racionalidad de lo moderno, del progreso de una ciudad que por fin parece salir del estancamiento. Es la producción y fetichización del espacio en el sentido en que lo plantea Henri Lefebvre (1).


Además del aspecto físico en este avance de la ciudad, hay que pensar en hacerlo sostenible a través de la regulación que, por supuesto, tratará de mantenerlo limpio de toda actividad que atente contra su aspecto y la libre circulación de los ciudadanos.


El problema de las ventas en la calle está históricamente asociado a las corrientes higienistas -así como a una conducta clasista y esteticista- de una modernidad racional que fetichiza el espacio público como representación de orden, civilización y limpieza: es el caso de la historia de una elegante dama francesa que en 1946 se encuentra de vacaciones en Bogotá y tiene la siguiente experiencia:


“Me dormí profundamente, pero el sobresalto me despertó… Acababa de transitar por un antro de repulsiva suciedad… Semejaba ser la guarida de espantables brujas… Era un ambiente pleno de estrépito, de suciedad, de pestilencia y de inmundo desorden… Seres haraposos portando en la cabeza desgraciados atados se confundían aquí y allá con fardos hediondos, con trozos de carnes sanguinolentas y putrefactas… Yo era empujada hacia un lugar colmado de detritus en descomposición, resbaladizos y repugnantes… mi situación era difícil… Me había colocado en posición tal que no podía escapar. Sin embargo debía lograr un propósito: obtener mi mercado; pero, ¿cómo?” (2)


Seguramente la ilustre visitante consiguió sus alimentos en otro lugar de la ciudad. Para aquella época la administración municipal enfrentaba un problema que no solucionó del todo cuando decidió en el siglo XIX transformar los mercados de la Plaza Mayor y la Plaza de las Yerbas en las plazas de Bolívar y Santander, y reubicar en cercanas e improvisadas instalaciones a los vendedores de mercado.





“Miseria y desorden”

Fotografía en “Bogotá puede ser una ciudad moderna” Proa. 1946





En junio de 1956 el joven arquitecto Dicken Castro decide realizar un recorrido (3) por la séptima desde la Avenida Jiménez hacia el norte, pues entre las calles 11 y 14 se encuentran, por fin, trabajando en la ampliación de esta vía. Este recorrido es el de una persona que encarna esa mirada moderna, estética y ordenadora, que está estipulada en las regulaciones que hoy en día tiene la ciudad para la altura de los edificios, la contaminación visual y, obviamente, la explotación económica del espacio público por parte de la economía informal:



Es interesante hacer un recorrido por la carrera séptima entre calles 16 y 26. Si se observa lo que por el bullicio pasa muchas veces desapercibido, se encuentran escenas y aspectos urbanos desconcertantes. Claro que no se pretende herir con lo que diga a entidades o personas que de una u otra manera se sientan ligadas a estas fotografías. El propósito es contribuir al embellecimiento y mejor presentación de esta ciudad tan lamentablemente olvidada en su estética.

El anuncio de mal gusto se encuentra por doquier. Es algo confuso y agobiante. La vida de los carteles es efímera. Grandes y complicadas estructuras soportan avisos mayores que las edificaciones mismas. Entidades comerciales aprovechan los avisos de la circulación para acreditar sus píldoras, jabones pastillas ungüentos y pócimas, y casi siempre estos reclamos son de más categoría gráfica que el aviso oficial. El resultado de tanto afán, de tanta competencia, es un desazonado aspecto de caóticas y apabullantes formas. La vía principal de esta ciudad que era antes un paseo agradable, se ha convertido a ras de suelo en el más sórdido mercado, donde los pregones personales y los altavoces exaltan baratijas, frutas y loterías o las cualidades de un esferográfico, las del automóvil que se rifa, las del sahumerio, las de las fritangas y el vocerío atolondra e indispone.

Es cierto que estos trastornos y tantos otros con los que a diario se tropieza, se pueden remediar en pocos días.



Por supuesto, en cuestión de días –o de horas- se pueden expulsar los pregoneros y las ventas ambulantes. Pero esa solución, que históricamente se le ha dado al problema, no funciona pues la constante y uniforme acción reguladora de la administración es sistemáticamente burlada y transformada por las tácticas (4) y los ágiles dispositivos con que la economía informal ha respondido y resistido a cada nuevo despliegue de la normatividad oficial.





“Grandes y complicadas estructuras soportan avisos mayores que las edificaciones mismas”

Foto Dicken Castro. 1956




Igualmente, con cada reubicación que se le ha dado desde el siglo XIX al comercio callejero, las instituciones afirman haber solucionado de forma definitiva el problema. Esta guerra por el espacio en el centro de Bogotá -y especialmente en la carrera séptima- tiene su historia y seguramente continuará proyectándose hacia el futuro en la medida en que se insista en recuperar el espacio para escenificar los ideales de una ciudad que se transforma y progresa como estrategia para ocultar algo que no cambia: las relaciones de producción y los conflictos espaciales que genera la desigualdad social.


Dado que la carrera séptima es la calle más importante y significativa de la ciudad, se ha consolidado como lugar para escenificar tensiones espaciales entre la economía oficial y la economía informal que lucha por acceder a este lugar privilegiado.


En este contexto, la carrera séptima se constituye como representación de una modernidad cosmética y fantasmagórica, como escenografía de los ideales de un progreso y un cambio que nunca llegaron, como escenario de un enfrentamiento entre distintas fuerzas económicas que chocan constantemente para espacializar sus estrategias de intercambio y sus tácticas de exhibición.